Seguro que lo que más te ha llamado la atención del párrafo anterior ha
sido lo del tiempo que se tarda en montar el mobiliario de una tienda. Imagínate
si hace de eso que ni Ikea.
El caso es que después del bollycao, y el recreo, me ha venido a la cabeza
un día en concreto en que vendíamos bollería artesanal en el patio del colegio
para costearnos el viaje de fin de curso con destino a Cataluña y Andorra (como todos desde el
principio de los tiempos).
Ese día, nos faltaron tres duros. Yo no sisé ni media palmera, lo juro. Pero
faltaba justo lo que valía una. Cuando el jefe de estudios vino a recogernos,
me dijo que tendrían que haber cien pesetas y yo sólo tenía ochenta y cinco. Miré
bien en los bolsillos, en los que de haber algo aunque fuese mío hubiese ido al
bote del viaje, pero nada. No hay cosa que más me joda que parecer, sin serlo,
un mangante.
La cosa es que desvié la cabeza a la chica que me acompañaba en la venta
(se hacía entre dos), y vi a Purificación, Puri. Ahí es donde empieza mi historia.
Puri, para que os la imaginéis, era una pequeña
miss sunshine con un pelo que me parecía rubísimo y lisísimo y peinadísimo,
un eterno chándal rosa chicle muy barato (en mi clase no había ropa barata o
cara, era toda igual de mierdosa, pero sirve como referencia) y unas gafas
todavía más gruesas y panorámicas que las de la niña de la película. No había
cristales reducidos, así que los cristales eran entonces gruesos como tabiques,
y tras ellos, los ojos azules de Puri, desproporcionados, parecían siempre pedir
clemencia. Ahora, si la recuerdo bien, pienso que Puri debía ser una niña adorable
y tímida, sugiriendo, con tanta felpa de tanto chandal rosa, el hueco de un
abrazo turbio de Nenuco. Pienso en ella de niña y pienso en Nenuco, no sé si me acuerdo o me lo invento.
También recuerdo el día que nos dijeron, esperando demasiado de nosotros, que
su madre había muerto, como si a un chaval de siete años le pudieses encajar la
barbaridad de la idea. La crudeza. La tristeza.
Puri perdió a su madre muy niña, quizá de ahí, ahora la veo tan tierna, tan
indefensa, como desamparada en un polígono industrial. Pero no la veía así mi
aquel de entonces.
Llevo semanas pensando en esa y otras cosas. Fundamentalmente en mí. Es un
hecho que me crié casi a ras de suelo, con los ojos a la altura de los tobillos
de Don Tal y la Señora Cual. Aceptas lo que te toca y ni siquiera piensas en
que pudiera haberte tocado una suerte mejor. Ni de coña. El mundo fue así
durante dieciocho años para mí (con suerte y la ayuda de mis padres, quienes
sin saber muy bien porqué o hacia dónde, arriñonaron con mis estudios) y para
la gran parte de mis compañeros de aquella clase, lo sigue siendo.
Se me ocurre que otro día tengo que hablar de los muertos, los que ni
siquiera se quedaron en el barro de sus pisos de protección oficial, en los que
todas las ventanas del baño tenían rejilla para que no se colasen los ladrones.
Los que venían a mi casa, con un mono del copón en cada arista de los pómulos o
la clavícula a pedirme, llamándome por mi nombre, algo para “comer”. Un día también
tengo que poner eso.
Mierda de ochentas, pienso cada vez que un pelele con bigotito me pregunta
dónde sigue la fiesta.
Miro hacia atrás y me dan escalofríos. No ya de dónde me he librado de
seguir, sino de que en algún pliegue sigue siendo tan mío que sigo
convaleciente, inoperable.
Sí que lo fuimos, porque con siete años nos parecía una aberración, toda culpa
de ella. Fuimos crueles con Puri hasta descarrilarla y silenciarla. Otra imagen
que tengo de ella, es cuando lloraba y el profesor la llevaba al pasillo donde
la consolaba. En la mayoría de esas pesadillas, aunque quiero, no puedo
ayudarla, sólo miro.
También, a veces, sueño que descargo toda la frustración, la rabia y la
impotencia que hay en mí vaciando una garrafa de gasolina en una habitación a
oscuras y encendiendo una cerilla.